La ciudad sin tuberculosis

Solo una ciudad que hace de un tanque de propano un atril pastel puede sobrevivir a todos los ganchos del siglo XX. Encorvada por la guerra, tomada por los nazis, bombardeada por los aliados y lisiada por el muro: Praga sostiene la belleza de la novia que se casa por segunda vez porque merece otro ramo.

Esta ciudad no es un campo de batalla perdido sino uno de esos cuentos que terminan en el puente con la chica rescatada. Praga devora los pecados haciendo una separación perfecta entre memoria e historia para que el único crimen sea no salir preparado para los crayones. No queda una trompeta derrotada, no hay un puto veterano del pánico dispuesto a reinterpretar el color dorado imitando la mística de Marlon Brando en la película Salvaje.

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Las energías de la mayoría de sus jóvenes no tienen depresores, los malabares de fuego complementan los arlequines que invitan a dejar de victimarse, los adoquines devoran a los murciélagos y hay poco lugar para la sombra. No es una ciudad de contrastes.

La plaza de la ciudad vieja es un set de filmación en donde las chicas salen rojizas de la sala de maquillaje, las riberas son parte de un sueño impresionista, las iglesias son recreaciones góticas de dioses que viven en el atril que sobrevivió a sus propias explosiones y los relojes astronómicos se llenan de figuras animadas con soles, apóstoles y círculos negros.

Praga también contiene los extremos del genio. A los que crearon cuando Dios dio la orden y a los que escribieron mientras la tuberculosis lo permitió. A los elegantes autorizados para marcar una época y a los prodigios no resueltos que pidieron quemar toda su obra antes de morir, a los que premiaron con posteridad en vida y a los que fueron al cementerio antes que al monumento. Un Kafka de 3 metros sin manos atraviesa la esquina del hotel para indicar que no todos los escritores consiguen asiento mientras Mozart rima los barriles de cerveza sobre la colina para agudizar la sensación que ni las palabras ni la liturgia salvan al hombre de la sangre que sale de los oídos, a veces con forma de cartas, a veces con forma de padre.

Es una ciudad edificada por un sin fin de judios enterrados sin identificar pero no hay olor a muerte, hay olor a terciopelo, que musicaliza la belleza en un perfecto argot jazzistico. El pelo de la mujeres termina en una varita mágica y las madrugadas son dilatadores de las cosas que hacen bien. Así, los besos en las servilletas se marcan el doble, las sonrisas chocan con otras sonrisas y en el medio no hay espacio para nada más, las ganas tienen su espacio en un carrusel en donde Kundera y bambi conviven perfectamente, nada titila y ese sin sentido de retrasos se suma a la fila de alientos que buscan sanar.

Acá los relojes te esperan.

Y aunque Sabina vea a la luna como una daga manchada de alquitrán, la torre del reloj marca la hora de todos los antídotos.

Facundo Pedrini
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Basada en una obra en https://luzdepatio.wordpress.com.