El último pan y queso

Todos los sinónimos para definir a un arquero son una mierda; portero: tipo de mameluco con papada de comisario retirado que atrapa intimidades con la cara; guardameta: hombre capaz de detener un lanzamiento, da lo mismo si eso implica atrapar una pelota o un cañón humano en una gira de un circo ruso; cancerbero: una enfermedad terminal que ya hizo metástasis en la pronunciación.

Los arqueros retirados son la denuncia de la fiesta fiesta, del no lugar, son el cuarto en donde nadie se muda. Se tiran a los pies de la camisa recién planchada que cae de la percha al canasto de la ropa sucia, se arrojan a la tostada que sobresale del plato y solo piensa en suelo, interceptan a una octogenaria que se tropieza al llegar al timbre del colectivo y a la chica que se desmaya porque le falta azúcar, pero ya no hay centros que cortar ni barro para sacarse de los ojos. El pibe que volaba de palo a palo y leía las jugadas un par de segundos antes se convirtió en un hombre de sobretodo gris que teme por sus rodillas cada vez que guarda la vajilla en el cuarto cajón. No hay expresión corporal: los repasadores húmedos reemplazaron a los guantes embarrados de ese último partido en donde todos los goles se podían haber evitado.

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De un momento a otro, los teléfonos dejaron de sonar los martes a la noche: los muchachos siguen jugando en la canchita de la fábrica. Siempre juntan 10 y el paso del tiempo no los merma. Sin embargo para un arquero no hay arranques de actualidad después de la última humillación que lo dejó lejos de lo que fue, no hay amistosos contra los compañeros de la oficina, no hay picados con familia política, ni solteros contra casados: no hay nada, solo misantropía y contemplación en bóxer de esos 12 pasos que separan el cuerpo del recuerdo, del trofeo de revelación 99, de la pifia del 6 a 1, del diploma que daban en el microestadio de «Pico y soñora» de Haedo como souvenir de cumpleaños, del penal que fue esquinado, de la medalla de plata que ganó en la cancha de River y de la prueba en las divisiones inferiores de Racing en la que ni jugó.

Después de retirarte del arco te convertís en una señora cuidando un limonero. Reconocerse como un verbo en pasado es jugar un quemado con una medianera de gelatina: ser como todos los tipos que ya no participan del mundo, que ven la jugada como la muerte de un tío que no conocieron y del que no heredaron nada. Entre estufas y colchas reversibles, con libros leídos hasta la página 15 y un dudoso reservorio de anécdotas desteñidas, la medida de todas las cosas es la lesión que te marginó. Es terrible ser un ex, en cualquier sentido, y aunque no se puede ser y haber sido no hay un link que recupere al recuerdo limpió. El chico que salió segundo en un campeonato de penales para adultos que se organizaba en la plaza Solis, los centros que cortaba en la Unidad Velezana de Liniers cuando el gajo era más importante que el sol, los pelotazos a quemarropa al lado del metegol del kiosco, las voladas al lado del cantero de cemento se mezclan con el calambre subiendo la escalera.

Hoy el teléfono volvió a sonar, y la vida volvió a tener forma de arco, del buzo tirado al palo de luz, del tacho de basura a la mochila del tipo que recién se acerca. En un palo estará mi viejo cubriendo la pelota que pasa por encima de la barrera para recordarme que un hombre que aristoteliza la pasión es un esqueleto y un arquero que no se tira porque cree que no llega es un árbol que merece talarse. Del otro lado habrá un bebé gateando sobre la linea de cal, rozando la red, arrancando el pasto mientras hace montoncitos, cagándose de risa, mientras me pide con los ojos que le enseñe a sacar.

14/08/2015

Del otro lado estaba Agustín Mario Cejas, sobre la linea de cal, parando la lluvia con los guantes, rozando la red, arrancando el pasto mientras hace montoncitos con la gloria, cagándose de risa, mientras enseña a sacar de abajo hacia todos los lugares celestes y blancos.

«Con el número 2, nace la pena», decía Marechal. Y no se equivocaba, porque la gloria siempre es del 1.

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El último pan y queso por Facundo Pedrini se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://luzdepatio.wordpress.com/2015/07/13/el-ultimo-pan-y-queso.

Los hinchas de Racing no vamos a Starbucks

Nunca creí en los bares que no tienen borde. Son como fosas que se libraron del humo, pero también del muerto. Grandes cafés de dos o tres pisos en donde la sombra no tiene nada que ver con el hombre y la intimidad es un beso de lengua del gerente. Ninguna historia de amor se construye en un lugar lleno de tazones con ranura de nombres en diminutivo. Eso prohíbe el repertorio de miradas entre el viudo y la asesina, entre el profesor de coro y la sordomuda de calzas fuera de estación.
Los hinchas de Racing no vamos a Starbuks. La decoración liviana, esa aduladora de una pubertad artificial no solo atenta contra el buen gusto, sino que aplaca la verguenza de haber sido y el dolor de ya no ser del hombre que toma café. Junto con varias cadenas fundamentalistas del frapuchino ilustran sus paredes con cuadros que piden paciencia y calma («Keep Calm and Carry ON») a tipos que derraman tragedias.
Dos chicas de reflejos lilas eligen la mesa de la pared. Revuelven sus morrales, sacan un par de cargadores, un adaptador y tantean a uno de los 30 enchufes del lugar para colocar sus celulares en fila india. La ficha coincide, la barra del teléfono sube y baja y cualquier contratiempo con la realidad es un verdugo menor. Se turnan para retirar su bandeja del mostrador repleto de dulces de Vietnam y avanzan haciendo equilibrio entre el jugo de arándano y la sugerencia del día: una extraordinaria taza de café de Mozambique recientemente preparado (a veces las bombas vienen en vasos térmicos) Una de ellas toma un té frió que viene en botellas de vidrio porque es antioxidante, eso implica que aumentar su promedio de vida 2 meses pero dejar de creer en Sinatra.
En ese momento, dos rubios mochileros ingresan al lugar cargando en sus espaldas el 75% de la Patagonia. Eligen acompañar su desayuno con “muffins”: pequeños tumores de panadería que afloran en forma de hongos para llenarle la vesícula de caramelo, limón, vainilla y ántrax de cereza. Ideal para el caminante que odia la intemperie. Como el sitio está lleno, decidieron compartir sus kilómetros en la mesa redonda. Una tabla del tamaño de un plato volador con sillas para 15 personas que mastican azúcar negra con cara de jefes de oficinas. Nadie habla. Nadie interroga. Nadie pide una oportunidad. Sus computadoras son los asilos que lo tapan de la frente para abajo, de toda manera de sentir.

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El hijo menor de una familia de 4, presiona el vidrio de la barra para señalarle a la madre un grupo de sconnes: verrugas lampiñas que llegan para sofisticar a las medialunas que se mojaban por la mitad del río de café con leche. El padre solo saca la tarjeta de crédito de su billetera y deja American Pie haga lo suyo.

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El resto de la vidriera se compone de bolos naturistas, un perfecto tapper impresionista lleno de verduras, algas y papel glasé comestible que atragantan la dieta de la chica con lentes de marco violeta y pestañas del grosor de un resaltador.
En el mostrador, un afro con pelo atómico, tutea a los comensales desde la flojera del que no tiene nada para perder y transforma al lugar en un gran jardín de infantes para chicos especiales en donde nadie es feliz si no tiene su cartelito que hace juego. Sugiere un brebaje liviano, ensayando la sonrisa de Gardel (después del accidente), recalienta un par de platos y los envuelve con decenas de salsas para que no se noten las palabras lavadas.
Toma el marcador y me lanza una mirada de pantera. ¿Cómo es tu nombre?
Fleita. Lagarto Fleita.
A 200 metros, en un café de mitad de cuadra, 5 viejos de polerón negro, papadas bíblicas, escarba dientes colgando y sacos soviéticos corren las sillas de respaldo vencido y terminan su partida de ajedrez. Después de 3 horas de Cinzano, queso y mortadela. Eligen no tutearse. Desde hace 40 años.

Facundo Pedrini
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